domingo, julio 02, 2006

La muerte de una estrella.

Una nube oxidada, luego el vacío, la carretera de los muertos, de los sin nombre, de todos aquellos no comprendidos que alzan sus manos al cielo y preguntan ¿por qué?, de todos aquellos ínfimos seres que luchando palmo a palmo intentan mascullar un resquicio de sanidad, de razón o simplemente de importancia en el enorme y desolado vacío.
La nube quedó atrás, y desde las profundidades de la tierra se levantaron las garras de fuego, en volutas de humo negro y toxico, en danzantes y afiladas uñas de ardor que destrozaban el aire al entrelazarse con los relámpagos que reventaban bajo las convulsionadas nubes.
El magma vomitado desde las entrañas, que daba vida al diminuto sol que acababa de resucitar para ser abatido nuevamente, las nubes oxidadas soltando sus letales proyectiles, la corrosiva química de sus partículas alineando a sus batallones, preparándose para el asalto… el ejercito de hormigas asediando al dragón de la madre tierra.
La cola y los dientes, las bocanadas de fuego y los rayos de sus ojos que eran de nubes ennegrecidas, la tierra de la nada, la tierra de las llamas, el mundo recién nacido agitándose en el vientre del cosmos, bebiendo la leche venenosa del seno de las nubes, y de la carne de las estrellas, aquellas que trazaban sendas a través de la bruma, de la sangre vaporizada de las hormigas, abalanzándose sobre la implacable bestia de fuego, pero millones de refuerzos cargaban con fuerza, una y otra ves, y luego con más potencia, con mas compañías de innumerables gotas grises, destrozadas por las lanzas de sus ojos, abatidas por el calor de su piel.
La tierra de los humanos en brutal contienda contra los ejércitos grises que destellaban en el aire, aquellos ejércitos nacidos en los confines más olvidados del principio del mismísimo universo, los que en sus carrozas de hielo y polvo estelar dejaron el hogar lejano para dejarse caer sobre el fuego y la desolación.
Allí iba un átomo, un insignificante y diminuto átomo, con esperanzas de vida y lujo, con la añoranza de encontrar entre las llamas el cobijo de su antiguo y lejano hogar.
El mundo rechazaba con todas sus fuerzas a aquella tempestad, a la tormenta de la evolución que comenzaba a desgarrar la piel del dragón, de la bestia todo poderosa que ningún ojo volvería a ver en su máxima esencia, en su más alto nivel, cuando el poder le era atributo indiscutible… los embates del universo intentando sosegarle había logrado evitar, desgarrando la epidermis de todo contrincante venido desde las sombras, desafiando incluso a su amo el sol, de quien era casi una orgullosa copia de ferocidad. Pero se quiso que no fuera así, el monstruo debía de ser aniquilado, y su calor debía de ser contemplado sólo en la mente inalcanzable de su hermana menor, en el recuerdo del tiempo en que la tierra era una estrella roja, la luna sería entonces la última testigo de aquella furia, que le permitió así misma el nacer.